Entre el boom mediático por los incendios en el Delta del Paraná que comenzaron en 2020 y la “invasión” de carpinchos a Nordelta en el Tigre, los Cuidadores de la Casa Común trabajan para dar a conocer los Humedales del Oeste de Paraná. Un recorrido por estos ecosistemas, mucho más cercanos, pero también más desconocidos, que esperan por la Ley de Humedales que los proteja y los valorice.

 

—Nunca habíamos visto la laguna así de seca —comenta Luis Cosita Romero, entre el asombro y la impotencia.

El suelo está resquebrajado, curtido. Como el cuero seco, las vetas se entrecruzan, infinitas. Cuando se pisa el fondo de lo que antes era una laguna, la tierra cede, el pie se hunde y la humedad se pega en las zapatillas. Algunos juncos resisten la sequía, y chupan el barro profundo e imperceptible. “El agua debería estar acá”, dice Cosita, mientras pone su mano justo por encima de su cabeza. Luego, hace un ademán con los hombros, como de angustia.

Y duele.

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Los Humedales del Oeste son muy poco conocidos por la comunidad paranaense. Los caminos que los recorren forman una especie de triángulo. Desde los Miradores de Bajada Grande, el sendero Las Bandurrias atraviesa los humedales hasta calle Ameghino. Esa misma vía, una de las más importantes de San Agustín, conduce hasta un brazo del río Paraná.

Desde el río, el retorno hasta Bajada Grande se hace por el Camino Costero del Oeste. “Esto es un privilegio”, dice Cosita. El privilegio es acceder a la orilla del río. El baqueano del río explica que, de 10 kilómetros de borde costero que tiene la ciudad de Paraná, un 80% es inaccesible para las y los ciudadanos. Un privilegio triste.

—Nunca lo había pensado —admite una de las visitantes. De eso se trata, de generar conciencia.

—Claro —sigue Cosita—, no podemos estar distraídos, ya hemos perdido mucho. Es muy importante que la gente valore este lugar porque es la manera de protegerlo. Si no lo conocen, les da igual. En cambio, la gente que viene acá no se lo olvida más.

Hacia el sur, los humedales se extienden hasta La Jaula. Son alrededor de 2.500 hectáreas de ecosistema, de flora y fauna adaptada a la vida en los territorios que habita el agua. Constituyen el inicio del Parque Nacional Predelta, en Diamante, pero son todavía más grandes.

—Lo que está pasando en Nordelta —advierte Cosita— es algo que puede suceder acá. Estas tierras son privadas, no tienen protección del Estado y tienen un gran valor inmobiliario. Necesitamos que se declare este lugar como reserva natural, que se proteja y que la gente lo conozca.

 

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Para comenzar el camino hay que alejarse de Bajada Grande unos quince minutos. Un desarmadero bordea la calle, y en ella descansa una barcaza abandonada. Cosita, que parece tener algo que enseñar acerca de todo, explica que algunos se confunden y piensan que es un tráiler de camión, una especie de acoplado. El ex pescador comenta que es un barco que transporta animales a las islas para que pasten. La sencilla historia sirve para hilvanar los humedales, la ciudad, el río y las islas.

 

Más adelante, hay que atravesar una ladrillera casera, en donde reposan los bloques crudos, de un color gris opaco, y los recién horneados, anaranjados y listos para vender. Cosita afirma que la arcilla que hay unos metros más adentro es de muy buena calidad.

 

Ya dentro de los humedales, gran parte del trayecto hasta calle Ameghino es ancho, como si antes hubieran pasado autos. Y así era. La empresa Coceramic abrió esa trazada para sacar arcilla y arena con camiones. “Este camino está elevado, pero a los costados todo debería ser agua”, dice Cosita. Y en su mayoría, es tierra. El sol de agosto azota, como un aviso de que algo anda mal. Los espinillos florecen, amarillos y radiantes, como una esperanza.

 

Pero la sequía no es el único problema. El abandono municipal, desde hace tiempo, o desde siempre, desprotege completamente a estos ecosistemas, que aguardan por una demorada Ley de Humedales.

 

Durante la caminata, aparecen agujeros negros en la vegetación, producto de incendios intencionales de los que, a lo lejos, también se divisa el humo. Los curupíes tienen cortes, heridas perfectas, viejas y nuevas. Con su sabia se hace el famoso ‘pega pega’, que los cazadores de aves utilizan como señuelos. “Un ejemplar de cardenal puede valer 4.000 pesos en este mercado, y en otros, mucho más”, explica Cosita. Y enseguida aclara que cazan para mantener a sus familias. Cada tanto, hay tierra removida, porque la gente también saca lombrices para venderlas a los pescadores de Puerto Sánchez.

 

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Cuidadores de la Casa Común es un conjunto de organizaciones sociales que se ubica en 16 provincias argentinas, y de la que participan alrededor de 5.000 personas. Nació en 2015, a partir de la encíclica Laudato Si del Papa Francisco, que se refiere al cuidado de la “casa común”, el planeta Tierra.

 

Desde 2016 trabajan en Paraná, fomentados por el Ministerio de Desarrollo Social, y en 2018 se proyectó la idea del ecoturismo comunitario en los Humedales del Oeste. Alrededor de 35 personas conforman la organización, que se propone poner en valor este patrimonio cultural, abandonado por municipios y dañado por la desidia ambiental. Organizan visitas guiadas y limpieza de los senderos.

 

Luis Cosita Romero, ex pescador, baqueano del río y referente de la lucha ambiental, fue el encargado de desarrollar el proyecto. Los demás cuidadores provienen, en su mayoría, de los barrios lindantes a los humedales, aunque Enzo, que hoy hace el recorrido, vive en el barrio Macarone. Esta es una forma de subsistir, pero también de proteger lo que es suyo. Es un proyecto comunitario, social y educativo.

 

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De pronto, la vegetación se abre a un costado del camino, y por fin se ve el agua. De la laguna salen juncos, las gaviotas se zambullen en busca de algún pez, y los patos y los cisnes se alborotan un poco y baten sus alas empapadas. Al otro lado, se ven barrios como el Mosconi o el San Martín, donde las familias viven de la recolección y la separación de la basura.

 

Cosita confiesa que esta es la “peor” época para venir, porque además de la sequía, el invierno les saca las hojas a los árboles de las galerías verdes, y tampoco se ven flamencos o irupés. El paisaje es igual de majestuoso e imponente. Si se hace silencio, se escuchan las aves en el agua y en el aire. Los chajás, los patos, el viento calmo y el sol de agosto. De pronto, parece otro lugar, otra ciudad, o ninguna. Al mismo tiempo, es más Paraná y Entre Ríos que nunca. Los humedales del delta, a unos minutos de casa.

 

Una de las quince personas que recorren los humedales es una niña de 5 años. Cosita, con paciencia, mantuvo su interés a lo largo del camino, pese al agotamiento de las más de dos horas de caminata. “¿Vio alguna vez una mimosa?”, le pregunta a la madre, señala a la hija. Ante la negativa, se dirige a una y la acaricia. Cuando la planta se cierra, dice: “Esto nos enseña que la naturaleza se manifiesta siempre, de alguna forma”.

 

Al llegar al cruce con calle Ameghino, fue el momento de ubicar un nuevo cartel, que pronto será quitado u olvidado o robado o destruido o simplemente dejado en el lugar. No hay garantías. Julia y Melisa, que viven en el barrio Mosconi, llevan el cartel de madera que tiene escrito “Ayudanos a cuidar la flora y la fauna”. Los carteles son quitados para desmoralizar a los cuidadores, o para mostrar el descontento con la tarea que realizan, o simplemente para hacer daño. “No nos importa, ponemos más, siempre”, contestan, tenaces.

 

Para llegar a la calle, hay que cruzar lo que era un arroyito y ahora es un pequeño hilo de agua, y luego subir unos metros por una cuesta. “Puentes ya no ponemos más, porque los rompen o se los roban”, explican los cuidadores.

 

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En Ameghino, el paisaje se hibrida. El caño cloacal se abre paso por debajo de la calle, deja ver su lomo de hormigón de vez en cuando, y se puede ver y tocar la acción humana. “Esto antes era todo piedras, pero la Municipalidad decidió abrir un camino que lleva hasta el río”, cuentan los cuidadores.

 

Esa es calle Ameghino “al final”. A la derecha, la laguna seca que sorprende hasta a los cuidadores, los juncos que sobreviven, las vetas de sequía. A la izquierda, hacia la ciudad, otra laguna enorme a la que se accede por el “camino largo”, que requiere otra hora de caminata y que no se realizará en esta ocasión. Esa laguna queda justo enfrente al Volcadero. La metáfora se escribe sola.

 

Al llegar a la orilla del río, la quietud es interrumpida por el sonido de una especie de cascada. Los cuidadores, mientras ríen irónicamente, dicen que alguna vez una visitante dijo: “Ese es un muelle como los de Mar del Plata”. En realidad, es la estructura que protege el final del caño que vierte los residuos cloacales al río. A veces, el agua es roja, porque los frigoríficos también tiran sus desechos allí. “Todo viene a parar acá, sin controles de ningún tipo”, explican.

 

A partir de allí, el paisaje es muy distinto. La bajante del río se nota aún más. La arena crea bajadas para las lanchas y las canoas pescadoras. La ranchada de chapa es testigo de un espectáculo inmenso y triste. Y aquí, en la orilla, Cosita vuelve a hacer el gesto con su mano. El agua debería estar acá.

 

Mientras entregan bolsas de residuos y guantes a los visitantes, los cuidadores aclaran que la basura de la orilla no es de los lugareños, sino que es producto de la bajante del río y todo lo que deja a su paso. Esta acción es simbólica porque, aunque los cuidadores recogen los residuos siempre, se requeriría mucho tiempo para limpiar todo el borde costero.

 

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Al finalizar el recorrido, la artista Milagros Burgos espera para realizar una intervención por la Ley de Humedales, legislación fundamental para la protección de los ecosistemas en todo el país. En un riel oxidado, los visitantes y cuidadores pegan peces y leyendas que dicen “#LeyDeHumedalesYA”. Durante un silencio, Cosita Romero reflexiona en voz alta: “Parecen peces nadando, por el color óxido del riel”, y todos ríen e imaginan el agua del río que baña a esos peces. Antes, sin tantas risas, habían tenido que imaginar ese mismo río en las lagunas secas de los humedales.

 

Allí se abren paso, lentamente, los Humedales del Oeste, y sus cuidadores y cuidadoras, que se oponen a la inacción y a la indolencia estatal. Entre caños cloacales, empresas, familias vulneradas, sequías, orillas de río aun accesibles, basuras y el caluroso sol de este invierno recalentado. Y recorrerlos es, desde ya, un acto de resistencia.

 

 

Fotos: Gentileza Cuidadores de la Casa Común Paraná.

Por Aquiles Díaz

Pasante de las Prácticas Curriculares de la carrera de Comunicación Social de la Facultad de Ciencias de la Educación (FCEdu) de la Universidad Nacional de Entre Ríos (UNER).

Para la Redacción de ERA Verde.