Por Carlos Merenson (*). El actual sistema de agricultura industrial –que a escala mundial prevalece frente a la agricultura campesina, y se presenta a sí mismo como perfección de progreso— es un disparate en términos sociales, ecológicos, económicos y éticos. Mientras sigamos comiéndonos la Tierra en lugar de comer de la tierra, devorando petróleo en lugar de alimentarnos con la luz del sol, produciendo y extrayendo sin preocuparnos de cerrar los ciclos de materiales, el aceleradísimo declive de la biosfera que impulsamos en la actualidad se agravará sin freno (Jorge Riechmann)[1].
El secretario de Agricultura, Ganadería y Pesca de la Nación, Juan José Bahillo, en una entrevista con Télam ha declarado que la región, refiriéndose a Argentina, Uruguay, Paraguay, Brasil y Chile, cuenta con modelos de producción que “son absolutamente sostenibles que no agravan, sino que mitigan, los efectos adversos del cambio climático”; considerando además que, el modelo de producción de alimentos que se desarrolla en la región “tiene en cuenta el plano ambiental, económico y social”.
Obviamente, el secretario se refiere al modelo agroindustrial fuertemente hegemonizado por las monoculturas transgénicas, modelo al que considera “absolutamente sostenible”, afirmación que contrasta con indicadores que muestran que la agroindustria no satisface criterios básicos que tornan operativa la definición de desarrollo sostenible y no tiene en cuenta las consecuencias ecosociales que genera.
Cuando se afirma que el agroindustrial es un modelo absolutamente sostenible parece no haberse tenido en cuenta su exigencia y total dependencia de los combustibles fósiles, al punto de haberse transformado en un proceso energéticamente deficitario, que exige un aporte de kilocalorías superior al que posteriormente se obtiene en forma de alimentos. En la agroindustria más del 95% de las entradas energéticas externas proviene de la quema de combustibles fósiles o de productos derivados de los mismos. Así, por ejemplo, en la cuna del modelo agroindustrial, Estados Unidos, su sistema agroalimentario tomado en conjunto, funciona con rendimiento de 1:10 lo que significa que para poner una caloría sobre la mesa se invierten diez calorías petrolíferas, y en el cultivo de verduras de invernadero durante el invierno llegan a alcanzarse valores tan disparatados como 1:575.
Vemos entonces que la agroindustria es un proceso que convierte energía fósil no comestible en energía comestible lo cual, antes que absolutamente sostenible, convierte al proceso en absolutamente insostenible en tanto el cenit del petróleo y la obligada descarbonización de nuestra economía, inevitablemente conducen al fin de nuestra sociedad fosilista y con ella, obviamente también, al fin de la agroindustria. Es la fragilidad del modelo energético la que torna extremadamente frágil al modelo agroindustrial, poniendo en cuestión la seguridad alimentaria, convirtiendo en amenaza lo que hasta ahora considerábamos la forma más eficiente y eficaz para la producción de alimentos.
Cuando se afirma que el agroindustrial es un modelo absolutamente sostenible además de ignorar su deficitario balance energético, también parece ignorarse que la fragilidad e insostenibilidad del modelo queda definida por otras características que le son inherentes, tales como la extrema uniformidad de las monoculturas transgénicas y la pérdida de biodiversidad funcional que origina su práctica lo que ha redundado en crecientes pérdidas de estabilidad de los propios agro-ecosistemas.
Cuando se afirma que el modelo de producción de alimentos que se desarrolla en la región tiene en cuenta el plano ambiental, económico y social, lo que no se tiene en cuenta son las externalidades de un modelo que genera diferentes y graves formas de contaminación y ruptura de ciclos naturales vitales, donde la eutrofización de ecosistemas acuáticos es claro ejemplo de superación de la capacidad natural de asimilación de la contaminación de los suelos y acuíferos con fertilizantes. Menos aún se tiene en cuenta la masiva difusión de biocidas vinculados con numerosos casos de cáncer, malformaciones, alergias de todo tipo, así como enfermedades autoimunes y “raras”, que afectan a los pobladores –especialmente niños y mujeres– sometidos a los efectos de las fumigaciones realizadas en masa en las cercanías o directamente sobre los poblados.
Menos aún son tenidos en cuenta los procesos de deforestación que motoriza el avance de la frontera agropecuaria a tasas que no reconocen antecedentes, como las que se registran en la selva amazónica, o como en el caso de nuestro país, donde en la región del parque chaqueño se superaron entre 1,4 y 14 veces la tasa mundial de deforestación, agudizando los procesos de degradación de suelos, avance de la desertificación y pérdida de la diversidad biológica en todos sus niveles.
Tampoco es tenida en cuenta la fractura en la relación metabólica establecida entre los seres humanos y la naturaleza y la profundización de desigualdades sociales propias de un modelo que agudiza la situación de marginación al enfrentar a las comunidades locales e indígenas a una degradación cada vez mayor de su ambiente natural, redundando en el aumento de la pobreza, el éxodo rural, una mayor vulnerabilidad a las crisis alimentarias, así como el aumento de la frecuencia de los conflictos políticos y sociales por recursos escasos.
Cuando se afirma que el modelo tiene en cuenta el plano económico lo que parece no tenerse en cuenta es que la lógica económica inherente al modelo agroindustrial lleva –inevitablemente- a la concentración productiva, con desplazamientos de los productores de pequeña y mediana escala que van dando paso a la gran industria del campo, integrada a los agro-negocios y a las cadenas de exportación. Esa misma lógica conduce a la sobreexplotación del capital natural, con repercusiones a largo plazo para el ambiente, que son absolutamente ignoradas. Los enormes beneficios económicos que genera el modelo raramente quedan en la región que los origina y por tratarse de sistemas de producción altamente mecanizados y automatizados, requieren una fuerza de trabajo pequeña, perdiendo así su legitimación social como fuentes generadoras de empleo.
Erosión de suelos, pérdida de diversidad biológica, gravísimos daños a la salud humana y biosférica, cambio climático, descontroladas quemas de campos, agotamiento de los bienes necesarios para el futuro, reprimarización de la economía, concentración de la riqueza, desplazamiento de poblaciones humanas, fomento a la especulación y la absoluta dependencia de los menguantes combustibles fósiles; configuran en conjunto un escenario que conduce a preguntarnos: ¿qué elementos de juicio llevaron al secretario de Agricultura, Ganadería y Pesca de la Nación, Juan José Bahillo a afirmar que la región cuenta con modelos de producción que son «absolutamente sostenibles”?
[1] Riechmann, J. “Cuidar la T(t)ierra. Políticas agrarias y alimentarias sostenibles para entrar en el siglo XXI”. Icaria Editorial, (2003).
(* )Publicado originalmente con el título “¿Tenemos modelos de producción absolutamente sostenibles?” en La (Re) Verde.
Merenson es ingeniero Forestal y se ha desempeñado como técnico en el Departamento de Investigaciones Forestales del ex Instituto Forestal Nacional. También como director General de Recursos Forestales en la Secretaría de Agricultura, Ganadería y Pesca de la Nación y titular de la Secretaría de Ambiente de la Nación entre 2002 y 2003. Docente en la Facultad de Ingeniería y Ciencias Agrarias de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora, en la Escuela Superior de Bosques de la Universidad Nacional de La Plata y en la Facultad de Ciencias Agrarias de la Universidad Argentina de la Empresa.