En éste lugar del mundo suceden cosas, quizás las mismas o parecida a lo que alcancé a vivir y disfrutar en la infancia y aquellos primeros años de Escuela Normal y en el club donde jugaba al rugby.
Aquí en Ámsterdam, la gente no tiene rejas en sus ventanas y puede sentarse en la calle a tomar un té o un vino, generalmente a la tardecita, luego del trabajo y nada, no pasa nada, menos malo.
Pueden recorrer 37.000 km de bicisendas y que suceda de todo un poco, en paz, tranquilos, con los mapas de los puntos críticos para no perderse, siguiendo la numeración que han diseñado antes de partir.
Si se olvida la llave de la casa, la tarjeta de crédito y hasta la billetera, es muy probable que la tengan los chicos que atienden el café, o el bar, o el restaurante, el comercio que sea.
Se tejen redes. Los que viven en barcos-casa o botes-casa amarrados en los canales, tiene mecanismos de solidaridades que celebran la buena vecindad y la ética del cuidado mutuo.
Un número no menor de familias agradece tanto la cultura de la bicicleta y un transporte púbico diverso y serio y no necesita tener auto propio. Entonces inventa otras redes para poder usar un auto entre varios amigos, vecinos, etc. Se los prestan para las vacaciones cortas o largas, para ir a buscar un hijo a un lugar donde el tren no llega o queda a más de 30 kilómetros para ir en bici desde la última estación, o tantas variantes.
Puedes tener tu huerta en un espacio colectivo y todos los viernes ir a cultivar o cosechar lo disponible, aprender los lenguajes de la tierra y sus semillas, saber algo de los otros reinos de vida y alimentarte más saludablemente.
Los que no tienen televisión por decisión o convicción, disponen de mucho más tiempo para husmear en las pequeñas bibliotecas barriales, donde se dejan libros para que otros los puedan apreciar, disfrutar. Incluso se pueden encontrar pelotas de distintos deportes y hasta un tocadiscos con impensados discos listos para emocionar.
En todo el interior de Holanda, junto a las tranqueras de los campos o las granjas, renace la sorpresa de la venta directa de dulces, miel, tartas, huevos, verduras, etc. Cada alimento con su precio y un recipiente casero donde dejar los euros de la compra.
Creo que el mayor peligro en ésta ciudad y su país, sino el único, es violar las normas de tránsito. Solo un delirante o un vivo criollo mal, puede pasar un semáforo en rojo, sea para peatón, bici o auto. Puede ser fatal. Pero allí la sorpresa. No hay casi accidentes de tránsito urbanos.
Ámsterdam es dos Paraná y un poco más. Conviven 177 nacionalidades en paz. No existen villas miserias y ejecuta un programa para recibir a los inmigrantes de África y Asia.
La sonrisa es un hábito ciudadano, como el beso que recién se regala a los seis meses de cierta confianza en el conocer, el conversar. Sino solo nos damos las manos. Pero la sonrisa desde la bici como en el caminar la ciudad, me animo a decir, es un hábito, quizás el más amoroso de esta ciudad, donde el amor tiene escala humana y colectiva, porque lo que se ama es la ciudad, es el espacio común, es lo público no como territorios de nadie o vacíos, sino rincones que a casi todos enamoran.
Y entonces todo se lo cuida, se lo respeta.
No salgo de mi asombro cuando veo a la gente tratarse tanto de igual a igual, se saluda al barrendero, al policía, o ahora a la nueva presidente municipal llegando en bici a la Gemmente (Municipalidad), ella, la primera mujer en 600 años y un poco más.
La cebra es sagrada y hasta la conductora del tranvía, lo detiene para que pueda el peatón cruzar.
Paraná tenía sus propias características de lo público, lo seguro, como su propio buen vivir, una escala humana simplemente así, humana. Si la debería encontrar en una imagen, quizás sería esa sonrisa en el saludo de los abuelos sentados al frente de su hogar, allí, en el barrio, en cualquiera de ellos.
Nunca olvido cuando mi madre Gloria me enviaba al almacén de la esquina, entre Santiago del Estero y Rivadavia para sacarla de un apuro en la preparación de la cena. Demoraba siempre por una cuadra, entre una hora, hora y media. Ella lo sabía, sabía que debía saludar a todos los vecinos sentados en la vereda y algo que decir o escuchar y, también, tenía claro que iba por una y volvía por la de enfrente, no sea que algunos se pusieran celosos.
El pasado y el futuro, porque del lugar que se ama se trata, puede ser aún un sueño, un futuro posible para volver a un pasado humano. Quizás ese rincón que no solo hoy añoramos, sino que reivindicamos, que queremos reinventar. Como algún poema, son recuerdos futuros.
Jorge Daneri