Américo Schvartzman es periodista, humorista gráfico y docente de filosofía en Concepción del Uruguay, donde integra la cooperativa de trabajo que edita El Miércoles Digital. Américo recientemente obtuvo el primer premio en el Concurso Federal de Cultura para la Acción Ambiental de los ministerios de Cultura y el de Ambiente de la Nación, por su trabajo “Ética para una cultura de acción ambiental (Una introducción)” en la categoría ensayo. Es galardón que tiene como fin fomentar producciones que permitan fortalecer y promover «la participación ciudadana en clave ambiental y climática”. La noticia fue inesperada, contó a ERA Verde, aunque el reconocimiento lo entusiasma por las nuevas redes y relaciones que le ha generado, las mismas que lo han llevado a tejer una propuesta que pretende sumar desde la reflexión, pero también de la acción, a la búsqueda de puntos en común  que permitan encontrar una salida a la actual crisis civilizatoria.

 

–¿Qué te lleva a escribir este trabajo de ética ambiental?

– Un largo camino. El ensayo es, en esencia, una síntesis de los cursos que vengo dando en el Pos título de Educación Ambiental, el del Consejo General de Educación de nuestra provincia y otros en los que me han convocado, de otras provincias y universidades. He tenido la dicha de que una autoridad en la materia a nivel continental, Guillermo Priotto, me abriera esos espacios hace ya algunos años. Mis abordajes, que se plasman en el ensayo, surgen de un compromiso profundo con esa temática, que me llevó bastante tiempo de elaboración conceptual. Yo pertenezco a una tradición que alguna vez se llamó “izquierda nacional”, de base marxista, en la que la cuestión ambiental era vista como un lujo de ricos, una posición “snob”, propia de sociedades desarrolladas, hiperindustrializadas, que al tener casi todos sus problemas resueltos podían dedicarse a lo ambiental como hobby, como quien hace yoga en los ratos libres o participa de un grupo de teatro vocacional. Cualquier parecido con las miradas desarrollistas de ambos lados de la grieta, que suelen despreciar las luchas socioambientales, no es para nada casualidad.

 

Ese enfoque, trágico desde mi punto de vista actual, al ser confrontado con experiencias concretas de las luchas sociales y ambientales, y la influencia de amistades que han sido pioneras en la Argentina en materia ambiental –como Rubén “Kika” Kneeteman– me hicieron emprender una especie de “camino de Damasco”, me llevaron a desaprender cosas que formaban parte férrea de aquel enfoque, y a esforzarme por superar esa perspectiva dogmática, esas anteojeras del “desarrollo”. No fue un camino corto ni fácil. En la actualidad, y desde hace años, no concibo otra forma de ver el mundo que no sea en esa búsqueda. Como además la filosofía es una de mis pasiones desde siempre, fue una consecuencia natural que me dedicara a abordar lo ambiental desde esa disciplina, en donde hoy es una de los campos de trabajo más relevantes a nivel global. El ensayo premiado, creo, es un punto de llegada de varios años de trabajo en ese campo, que fui plasmando en mis clases de Saber Ambiental, Filosofía y ambiente, Etica aplicada.

«Se necesita una democracia participativa ambiental. Se necesita repensar qué somos, incluir como parte de nosotres a las diversas manifestaciones de la naturaleza, porque no somos algo aparte como nos autoconvencimos durante siglos, oponiendo cultura a naturaleza».

–¿En qué consiste, cuál es tu propuesta? ¿Por qué crees necesario abordar este cruce desde la filosofía y la crisis ambiental?

–La propuesta de mi ensayo es revisar los elementos subyacentes –es decir culturales, metafísicos, simbólicos– de las cosmovisiones que hicieron que la humanidad llegara al punto actual, de no retorno, esto que llamamos crisis climática global, o más ampliamente, el Antropoceno, la era geológica que se caracteriza por una serie de inesperadas consecuencias de la acción humana sobre el planeta y sus ecosistemas. Esos elementos tienen que ver con la falta de conocimiento acerca del impacto de nuestras acciones, pero sobre todo con ciertas ideas muy arraigadas en la humanidad.

Básicamente el antropocentrismo, ese egoísmo ampliado que nos hace creer que todo gira en torno de nosotres y que lo tenemos todo permitido porque seres divinos, de los que somos “imagen y semejanza”, nos pusieron en ese lugar de privilegio.

Porque en realidad hace ya varias décadas que conocemos el resultado de nuestras acciones –por ejemplo el calentamiento global–, pero no hacemos modificaciones sensibles en nuestra forma de vida para frenar o revertir el proceso. Por poner un ejemplo, en el último medio siglo hemos destruido más de la mitad de los humedales del planeta. Y uno podría justificar a las generaciones anteriores, diciendo que no sabían lo que hacían. Pero hace rato que lo sabemos y sin embargo seguimos adelante, edificando sobre humedales, arrasando ecosistemas que tenemos a nuestro lado, como si nada. Ya no es falta de conocimiento: es algo más grave. Entonces, creo que se trata de revisar qué sustenta nuestras acciones, lo cual en el fondo es revisar cómo queremos vivir.

 

Es un desafío enorme para la filosofía, en particular para la ética, la disciplina que se ocupa de eso. Y no se puede abordar sin adoptar ciertos criterios, que nos obligan a modificar aquello que venimos acostumbrados a hacer. Se necesita tomar ciertas decisiones, se necesita dejar de lado o moderar fuertemente el antropocentrismo, se necesita apostar a la solidaridad socioambiental, se necesita diálogo de saberes (el desafío quizás más ambicioso: reconocer que los saberes no tienen dueño, que las comunidades poseen saberes que tienen tanta legitimidad como los que maneja el poder, y que la ciencia, por ejemplo, debe decidir a cuál de ellos ayudará, al servicio de qué intereses quiere estar). Se necesita una democracia participativa ambiental. Se necesita repensar qué somos, incluir como parte de nosotres a las diversas manifestaciones de la naturaleza, porque no somos algo aparte como nos autoconvencimos durante siglos, oponiendo cultura a naturaleza. Se necesita mucha deliberación y mucha ciencia digna que nos dé información confiable, y sobre todo mucha información para respetar no solo a las demás formas de vida sino también a las demás formas de vivir que existen entre seres humanos.

 

Como ves, el desafío es enorme, pero la buena noticia es que hay muchas propuestas que convergen, desde lugares y puntos de partida disímiles, y eso también es lo que procuro mostrar en mi ensayo: mi pequeña introducción a una ética de lo ambiental no apunta a dar recetas –y espero que eso se note en el resultado– sino a revisar algunas de las que se vienen proponiendo, con la esperanza de encontrar los puntos comunes entre ellas y quizás hallar puntos de encuentro que nos permitan esquivar las falsas salidas que se proponen.

«…hay una clara incoherencia cuando un gobierno habla de cultura ambiental y cambio climático en algunos de sus ministerios, mientras en otros sigue apostando a Vaca Muerta o la megaminería, o ahora, a explotar el Mar Atlántico en busca de más combustibles fósiles para quemar. ¡Eso, exactamente todo eso, es lo que produce el cambio climático…»

–¿Cómo se dio la participación en el concurso, qué expectativas tenías y cómo resultó el haber sido premiado?

–Por regla general, cuando envío algo a concursos trato de sacármelo de la cabeza casi de inmediato. Es la forma de no hacerse expectativas: para no desilusionarse, no hay nada mejor que no estar ilusionado. Pero por supuesto que cuando uno participa de un concurso espera tener un reconocimiento. En este caso la sorpresa fue no solamente muy agradable sino inesperada. Haber sido seleccionado con el primer premio federal fue impactante. Yo soy muy crítico de las políticas de este gobierno –así como del anterior, y del anterior– y en especial en materia ambiental, donde, fuera de toda grieta, creo que es difícil encontrar diferencias entre uno y otro. Y en mi ensayo no evité hacer algunos de esos cuestionamientos, al contrario, mencioné incluso algunas medidas puntuales que me parecen absolutamente negativas, como por ejemplo la Ley de Promoción de Inversiones Hidrocarburíferas.

 

De modo que la sorpresa fue doble. Haber sido premiado, más allá de lo individual, del ego y de todas esas cosas, es una oportunidad de difundir estas ideas que estamos conversando, siempre teniendo claro que no son “mías” en sentido estricto, sino en todo caso una reelaboración de aportes de una enorme cantidad de pensadores y pensadoras: desde Jesús Mosterin hasta Maristella Svampa, desde André Gorz hasta Vandana Shiva, desde Jean Piaget hasta Adela Cortina, desde Antonio Elizalde hasta Silvio Funtowicz, desde Arne Naess a Enrique Leff, desde Jorge Riechmann a los pensadores del “Buen Vivir” aborigen, desde Bill Mollison a Elinor Ostrom. Pero también de activistas insobornables de todas partes del mundo.

 

En lo inmediato ya me ha permitido establecer vínculos con otras personas premiadas con las cuales hemos intercambiados ensayos, ideas, opiniones y lazos que ojalá fructifiquen y se multipliquen. Y no para alentar veleidades personales, sino para contribuir a las luchas socioambientales y a “alfabetizar ambientalmente” a quienes gobiernan o deciden. Por poner un solo ejemplo, hay una clara incoherencia cuando un gobierno habla de cultura ambiental y cambio climático en algunos de sus ministerios, mientras en otros sigue apostando a Vaca Muerta o la megaminería, o ahora, a explotar el Mar Atlántico en busca de más combustibles fósiles para quemar. ¡Eso, exactamente todo eso, es lo que produce el cambio climático que se quiere frenar! ¿Qué parte es la que no se entiende?

 

–En un posteo reciente en tus redes aludías al film “No miren para arriba” (Don’t Look Up, de Adam McKay –2021–), que ha despertado sentimientos encontrados. ¿Qué reflexiones o miradas te surgen?  Esto tiendo en cuenta dos momentos de la problemática ambiental que aparecen como disociados. Uno en cuanto el “poder mirar” lo está pasando en el planeta y a la humanidad. Y dos, desde este “mirar”, como intervenir, ponerse en acción, abordar esto que nos involucra a todos como habitantes este planeta, que es nuestra casa, y que la estamos degradándola hasta hacerla invivible.

–Tiene que ver con lo que te decía antes de la crisis del conocimiento: utilizando la metáfora que propone la película, hace mucho tiempo sabemos que viene ese meteorito gigante. O al revés, que chocaremos este planeta. Ya André Gorz, hace cuarenta años, veía al capitalismo actual en su carrera de producción y consumo desenfrenados con la analogía del coche que va a toda velocidad a estrellarse con una pared. La ciencia digna ya no sabe de qué manera gritar para hacer reaccionar a la humanidad, y que sean las propias personas las que les reclamen a sus dirigencias –que parecen ser completamente “analfabetas ambientales”– para que frenen de inmediato las dos grandes causas del cambio climático, que son la producción de energía basada en combustibles fósiles, y la producción agroindustrial de alimentos.

 

Solo el año pasado tuvimos –además de la prédica de movimientos como el de Greta Thunberg y tantos más–, el reclamo de más de cien premios Nobel para frenar los avances en combustibles fósiles, o la declaración firmada por más de 11 mil investigadores de la ciencia digna de todo el mundo pidiendo medidas urgentes en estas temáticas. Y ni siquiera ves esas noticias en los grandes medios, es tremenda la desinformación al respecto. Pero después, cuando el Paraná se puede cruzar a pie, cuando se incendian miles de hectáreas en todos lados, cuando los hielos del polo se esfuman o cuando en la Patagonia la temperatura llega a 42 grados, todo el mundo se asombra. La indiferencia, el negacionismo, la fe supersticiosa en que la ciencia al servicio de los poderosos, o los megamillonarios con sus proyectos delirantes, «nos salvarán del desastre», están retratadas de manera magistral en esa película. No sin sorpresa, veo debates irrelevantes, superficiales, sobre la actuación de Di Caprio o los parecidos entre la presidenta yanqui de ficción y autoridades de la realidad. Y cuando veo eso siento que la película, pese a ser mordaz y satírica, se queda corta: aun las personas que se creen más avispadas caen en el viejo error que ilustraba aquel proverbio chino: “Cuando el sabio señala la luna, el necio mira el dedo”. Los comentarios, con ingenuidad o no, interesados o cínicos, ya sea de quienes la ven solo como objeto de arte o de entretenimiento, o de quienes se creen más allá de todo, neodesarrollistas de un lado y del otro de la grieta, caen en esa actitud infantil, necia, pese al derroche de palabras sofisticadas que utilizan para debatir.

 

Aparece una película que es como un dedo señalando la podredumbre, y en lugar de hablar sobre la podredumbre, debaten horas sobre el dedo, si las uñas están cortas o largas, si es el anular o el índice, si es de buen gusto señalar o no, si ese dedo se usó antes para sacarse un moco, y una colección de pavadas equiparables a estas.

 

Mientras tanto, la podredumbre sigue allí, avanzando y amenazando a toda la vida de la tierra. Sí, la película se queda corta. Los ricos y poderosos del planeta saben bien lo que ocurre, por eso están preparando sus bunkers para “el día después”. Seguido del cambio climático, el peor de los problemas que tenemos es el analfabetismo ambiental. Si este premio ayuda un poquito a reducirlo, habrá valido la pena.

 

 

De la Redacción de ERA Verde