El 5 de julio pasado se produjo un hecho sin precedentes en un campo del Entre Ríos profundo. Un pelotón de 12 policías irrumpió bruscamente en una finca ubicada en la zona de Colonia Celina, departamento Paraná. Ingresaron a la vivienda de la familia Lovera. Entraron así, sin permiso, para sujetar a sus cuatro integrantes porque esta gente trataba de evitar la fumigación de un lote lindante que los tiene a mal traer.

 

Desde hace ya varios años los Lovera vienen sufriendo los efectos tóxicos de los pesticidas que arroja su vecino y que van a parar a su casa. Con el diálogo en un punto muerto entre los Lovera y Daniel Colignon –quien arrienda el terreno propiedad de Héctor Gallizzi e hijos–, un día don Justo Bernardo Lovera, de 82 años, se plantó. Hastiado de pedirles que no fumigaran cerca de la vivienda y muy acongojado por la deteriorada salud de su esposa, Marta Isabel Tossolini, de 75 años, don Justo decidió cruzarse en el ingreso que tienen en común. Se plantó como un árbol en el medio de ese camino lateral, en uno de los mediodías más frío de 2019. Y fue por eso que al otro día se allegaron hasta allí los agentes uniformados para custodiar el ingreso del tractor que llevaba la máquina fumigadora y asegurar con una patrulla al lado las faenas de pulverización con herbicidas.

 

Una vez caída la noche doña Marta Isabel no daba más de la reacción alérgica que le produjo el pestilente veneno que permanecía en el aire. Se le cerró el pecho, se le secó la garganta, su rostro y extremidades comenzaron a inflamarse. De forma urgente su hijo, Carlos Bernardo Lovera, de 46 años, y su nuera, Myriam Raquel Álvarez, de 42, se dirigieron al Centro de Salud de Sauce Montrull para que pudieran atender a la mujer. Allí se encontraron inesperadamente con un gentío, ante lo cual Carlos Loverá pensó: “Bueno, igual, no nos vamos de acá hasta que nos atiendan”. Pero esa gente que estaba allí reunida no estaba para atención sanitaria. Eran vecinos de la Asamblea por el Ambiente y la Salud de la Cuenca de Arroyo Las Conchas, que todos los viernes, cada 15 días, se encuentra para tratar distintas cuestiones. Fue en esa penosa situación que los Lovera comenzaron a dar a conocer sus padecimientos, que por las fumigaciones a lado de su vivienda la salud del matrimonio de ancianos está seriamente comprometida.

 

La casa de los Lovera está a poco más de 30 kilómetros de Paraná. Para llegar se debe tomar al sur por la ruta provincial 12. A mitad de camino, entre La Picada y Cerrito, a la altura del ingreso a El Palenque, se tiene que tomar hacia el río, unos 7 kilómetros por un camino dominado por el verde de los campos con siembra. En los bajos, a los costados de ese trayecto, se ven algunas lagunas donde toman sol patos silvestres. Y en ese reposado marco, también caseríos dispersos, unos silos enormes, galpones de pollos y vacas pastando.

Los Lovera habitan su lugar desde hace al menos tres generaciones. “Esta es la casa de mi papá. Y yo estoy aquí desde que nací, en el año 44. Mi papá sembraba maíz, trigo, y también lino”, cuenta doña Marta Isabel Tossolini, sentada en la sala de su casa donde recibió a un grupo de periodistas que se acercó a conocer su historia. En la vivienda también charlan su hijo Carlos Bernardo y su nuera Myriam Raquel, que también residen allí. Don Justo Bernardo observa casi callado, de brazos cruzados con su mirada más allá, del otro lado del alambrado, cruzando a 100 pasos de hombre, donde está el origen de sus males.

 

Los Lovera tienen algunos animales, siembran su pequeño lote, y Carlos se dedica fundamentalmente a la mecánica de maquinarias agrícolas. En un tiempo remoto también tuvieron chanchos y gallinas que alimentaban con trigo que ellos mismos cultivaban. Contaron que tenían muy buena producción de huevos y que llegaron incluso a vender a las extintas cadenas de supermercados Los Hermanitos y Abud en Paraná. Pero estas unidades productivas comenzaron a cambiar drásticamente a partir de 1995, con el arrendamiento de los campos vecinos que experimentaban con las fumigaciones y afectaron la cosecha propia.

 

“En esas cuatro hectáreas que tenemos, que teníamos avena también, después de pasar el avión fumigador no nos quedaba nada. Hasta los árboles se secaron; ni paraísos quedan; los ombúes se secan, porque el producto es muy abrasivo”, dice Carlos.

 

–¿Cuándo escucharon por primera vez la palabra soja?

–Cuando vino Carlitos Menem. Ya había pruebas, desde los años 78, 80. Antes de Menen sembraban algunos (lotes) pero ‘se movía’ la tierra. Porque si se siembra sobre un suelo que no se mueve, se tienen que echar herbicida para combatir los yuyos.

 

La frontera agrícola en Argentina se extendió y con ello el paquete tecnológico de la siembra directa en base a soja transgénica se instaló en Entre Ríos también. “A medida que se tiraban los venenos, se fue agravando la salud de mi madre. Y eso también se pudo ver cuando se nos murieron gallinas y las guineas que teníamos que, buscando qué comer, se han acercado al alambrado vecino y después murieron”.

 

La vida de Marta Isabel, dice, ya no es vida. Los broncoespasmos llegan indefectiblemente después de cada fumigación del vecino. Y las llagas en la garganta. “Me tengo que quedar encerrada, no puede dormir, y tengo que salir al centro de salud para que me apliquen corticoides. Estoy cansada de los pinchazos en las piernas”.

 

Antes, la cuestión no era así. O no era tan crítica. Porque “antes no teníamos este problema porque los Gallizzi tenían vacas, no sembraban”. Ahora sí, porque los arrendatarios vecinos siembran y fumigan. “Esto se da porque se busca rapidez con la siembra directa, con poco trabajo. Porque la tierra removiéndola se siembra, produce lo mismo y se puede cosechar igual. Las fumigaciones se dan como una nueva tecnología. Pero no hay más pajas, no hay más colmenas, no hay (avispas) lechiguanas que dejaron de existir. Los nidos de avispas coloradas, de las grandes, pobre bicho infeliz, hace años dejaron de existir”, describe Carlos. Y don Bernardo agrega que liebres tampoco han quedado. “Si hasta 16 y 18 liebres sabíamos juntar”. Otros que no se salvan del “mosquito” fumigador son los teros. “Quedan dos o tres porque están acá en el campo nuestro. Lechuzas hay una cuevita que quedó por aquí, porque las otras desaparecieron”.

 

Desacatados

 

El diálogo entre vecinos venía áspero desde hace un tiempo por las quejas reiteradas por las pulverizaciones cercanas, por cómo quedaba afectada de la salud doña Marta y porque los Gallizzi dicen e insisten que tienen todo en regla.

 

Y llegó un día que ya no hubo palabra. En medio de la fría mañana salió un 2 de julio don Bernardo a parar el tractor con el fumigador. Y ahí le salió a patotear por teléfono el agrónomo a cargo, Daniel Mariano Sangoy, técnico a cargo de las fumigaciones e integrante activo del Colegio de Profesionales de la Agronomía de Entre Ríos. Trunca la aspersión con agrotóxicos, al otro día ya el convoy fumigador sumó a los hijos del arrendatario Colignon, que “iban a fumigar igual”. La situación se puso tensa y caída la tarde los Lovera realizaron una exposición policial por el episodio. La situación se repitió el jueves, con Don Bernardo plantado en medio del camino para impedir el paso del tractor. Y ya el viernes todo se salió de su cauce.

 

Dos camionetas de la policía ingresaron adelante del vehículo que acarreaba la fumigadora, con otros dos patrulleros detrás más la camioneta de Gallizzi, el dueño del campo, en el cual iban dos efectivos policiales adicionales. No hubo aguante que pudieran hacer dos ancianos, un hombre y una mujer a una docena de policías, junto con los arrendatarios, dueños e hijos.

 

“El tractor fumigó con el patrullero al costado”. Y esa noche el veneno hizo estragos en doña Marta Isabel.

 

Los Lovera quieren que sus vecinos no fumiguen al lado de su casa. “Los hablamos de buena manera. Le decíamos que deje un pedazo (sin fumigar), y me decía que lo hacía con viento sur oeste, con la receta agronómica que traía dos días antes, que avisaba con tiempo, porque el lote está al este. Yo le decía que estábamos en un cañadón, que con baja presión, queda el veneno. Estamos cansados de decirles”, repite Carlos. “Y se llega a esto porque nos dice ‘si yo te cuido la salud y fumigo con viento suroeste’. Y que el veneno no hacía nada, y empiezan a alegar que la tierra da, que el veneno no es veneno y miles de cosas. Estos lo empezamos a hablar hace años, no es de ahora. Pero ya a lo último estaba pesada la cosa. Ellos no entienden que el veneno después de tantas horas se degrada y queda en este bajo, donde está la casa y la chacra. Porque además de molesto, no se puede ni abrir la ventana. Por la garganta, el pecho, el olor. Así no es vida, porque en verano ni afuera se puede estar”.

Fotos: Mauricio Garín

Silvio Méndez

@silviomzen

De la Redacción de ERA Verde