Por Laura Álvarez Huwiler (*). La minería se encuentra nuevamente en el debate público, sea porque existe un fuerte consenso entre los candidatos de estas elecciones sobre la prioridad de la minería, o por las distintas manifestaciones públicas de quienes rechazan la actividad por las consecuencias que genera.
Ya no es la minería de pico y pala, sino una minería que utiliza enormes maquinarias, gran cantidad de energía, grandes volúmenes de agua y poco empleo. En muchas ocasiones se difunden datos respecto al empleo que genera la actividad que solo refieren a los primeros años de construcción de los yacimientos. Pero, luego, el empleo directo disminuye sustancialmente.
Hace dos décadas se produjo el denominado “boom minero” gracias a los altos precios internacionales de los metales y al desarrollo tecnológico que hizo posible en la Argentina la extracción de minerales que, por la conformación geológica del territorio, hubiera sido impensable años atrás. Pero también, gracias a un marco normativo que, como reconoce hoy un informe del BID respecto al litio, “es particularmente favorable para la llegada de inversiones orientadas a la explotación de los salares”, en comparación con el de sus vecinos del triángulo del litio (Bolivia y Chile). La reforma constitucional de 1994 entregó el dominio originario de los recursos naturales a las provincias que, por lo tanto, son quienes pueden otorgar concesiones mineras. Pero, además, durante los años 90 se reformó el Código de Minería, mediante la sanción de varias leyes. La más importante fue la Ley de Inversiones Mineras que, contando con el apoyo de casi todo el arco político, estableció grandes beneficios a las transnacionales, como el congelamiento de la carga tributaria por 30 años, la deducción del ciento por cien de la inversión en el impuesto a las Ganancias, la exención del pago de los derechos de importación y el límite del tres por ciento para el cobro de regalías provinciales, entre otros.
Ninguno de los gobiernos posteriores intentó modificar aquellos beneficios. Lejos de ello, difundieron el marco jurídico mostrando “las condiciones favorables de la Argentina” para atraer a los capitales extranjeros (provenientes hoy de Canadá, Australia, Estados Unidos, China, entre otros). Lo único que se modificó durante los distintos gobiernos fue el porcentaje del derecho a las exportaciones mineras –más conocido como retenciones–. Incluyendo al gobierno de Macri, quien primero las eliminó y luego volvió a aumentarlas, a pesar del cuestionamiento de los gobiernos provinciales, que protestaron porque este no es un tributo coparticipable. Respecto a los discursos del sector político que promueven la minería a gran escala para salvar la economía, se basan fundamentalmente en que esta actividad, como otras actividades extractivas, genera “un importante desarrollo” y en que puede ser “sustentable”. Pero detrás del discurso del potencial desarrollo y del valor agregado que podría producirse, los gobiernos desde Menem hasta la actualidad promovieron la minería porque es una actividad que puede generar divisas, sea por las exportaciones o por las inversiones extranjeras generadas.
El crecimiento de la actividad minera recibió así el apoyo de todo el arco político y sucedió en un tiempo récord para un país cuya actividad minera era casi inexistente. A comienzos de los 90, esta representaba menos del uno por ciento del PBI. Pero debido al “boom minero”, la producción total aumentó cuatro veces en menos de dos décadas. Se incrementaron también las exportaciones, que en 2022 fueron de 3.800 millones, y las inversiones, que ya superan los 10.000 millones de dólares. Según los propios informes de la Secretaría de Minería de la Nación, los proyectos mineros en cartera –en sus diferentes etapas– suman 119, siendo la mayoría de oro, litio y cobre, seguidos por plata, uranio, hierro, carbón y potasa.
BOOM MINERO VS. CRISIS SOCIAL
Pero a lo largo de la última década, el crecimiento exponencial de la minería fue acompañado por una intensificación de los conflictos sociales vinculados con la instalación de proyectos mineros, como la última pueblada en la provincia de Jujuy, y previamente en Mendoza y en Chubut, donde los gobiernos tanto oficialistas como de la oposición buscaron, mediante ensayos fallidos, reformar las leyes que prohíben la minería metalífera en ambas provincias.
El fundamento de las comunidades que rechazan los megaproyectos mineros se centra en que justamente aquel “dinamismo” del sector –como lo caracterizan muchos economistas–, y el desarrollo tecnológico que lo acompaña, genera un impacto negativo en la forma de vida de las poblaciones donde se instalan que ya es públicamente conocido: contaminación de afluentes, desplazamiento de poblaciones, montañas dinamitadas y territorios destruidos, aumento en los precios inmobiliarios, privatización o destrucción de caminos, entre otros.
“La minería de litio extrae grandes cantidades de agua de la cuenca, especialmente a través del bombeo de salmuera y su posterior evaporación, aumentando considerablemente la velocidad de pérdida de agua del salar. Al mismo tiempo, el proceso productivo de carbonato de litio necesita importantes volúmenes de agua dulce, extraída de la misma cuenca. Este agua en general se pierde definitivamente ya que luego de usarse en distintas etapas también termina siendo evaporada. De esta forma, la minería de litio puede ser una actividad que compita por el agua dulce contra otros potenciales usos por parte de comunidades locales, como la ganadería y/o usos domésticos”, comenta el Doctor en Ciencias Biológicas, Ingeniero en Recursos Naturales y Medio Ambiente e investigador del Conicet Martín Alejandro Iribarnegaray, quien investiga sobre la relación entre el recurso hídrico y la extracción de litio. Y agrega: “Solo en términos de agua dulce (ocho por ciento del agua utilizada), la huella hídrica de la producción del año 2021 del proyecto Olaroz fue comparable (o equivalente) al consumo anual de aproximadamente 4500 viviendas (hogares tipo) de las comunidades del departamento Susques (Jujuy), donde se desarrolla el proyecto”.
Para otros ejemplos del uso del agua y de energía que hacen aquellos megaproyectos pueden verse los propios informes de la empresa Minera Alumbrera (producción de cobre, oro y molibdeno), situada en Catamarca, y los informes de energía de organismos oficiales. Sólo en un año de buena producción, el proyecto de aquella empresa utilizó 85 millones de metros cúbicos de agua y consumió de energía el equivalente al doble del consumo residencial de toda la provincia de Catamarca. Es decir, la minería utiliza mucha energía en un país con crisis energética.
Cabe preguntarse de qué modo dinamitar montañas, utilizar esas cantidades de agua y electricidad puede ser sustentable, como siguen insistiendo el gobierno nacional, provincial y las propias empresas. Pero, a pesar de estos relatos, aún se escuchan las voces de las asambleas al grito de “el agua vale más que el oro” y “gane quien gane no queremos minería”.
(*) Politóloga y Economista, autora de «Políticas públicas de atracción de capitales hacia el sector minero. El caso de obras por impuestos» (2018) en “Crecimiento, desigualdad y los retos para la sostenibilidad: En un escenario post-boom en la región andina”, La Paz, Fundación Konrad Adenauer / trAndeS. Compiladora del libro «Megaminería en América Latina» y de «Crítica de las políticas públicas».
Este texto fue originalmente publicado en Caras y Caretas.